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CONFLICTO, MEDIACIÓN COMUNITARIA Y CREATIVIDAD SOCIAL




Conflicto, mediación comunitaria y creatividad social

Silvia Iannitelli Muscolo
siannitelli@ub.edu
Marta Llobet Estany
mllobet@ub.edu

Universidad de Barcelona


Palabras clave: conflicto, des(orden), mediación comunitaria y creatividad social

Resumen

Cuando en occidente pensamos en el conflicto lo asociamos al desorden, al caos y al desequilibrio. Por lo que el abordaje al que optamos para dar respuesta al conflicto es establecer el orden y el equilibrio como respuesta adecuada para mantener las normas establecidas en una comunidad humana. A nuestro entender, existe la posibilidad de otra mirada para dar respuesta a la manifestación del conflicto, a través de la creatividad social y la mediación comunitaria. Estos dos conceptos se sustentan y se retroalimentan desde un nuevo paradigma ético-político-existencial, que se desarrolla a lo largo del trabajo.

Key words: conflict, disorder, mediation, community and social creativity

Abstract
When in West we think about the conflict we associate it al disorder, chaos and imbalance. The approach that we choose to give answer conflict is to establish the order and the equilibrium as adequate answer for maintain the norms established in a human community. We thing there is another possibility to give answer to the demonstration of the conflict, through the social creativity and the community mediation. These two concepts are supported and itself since a new ethical paradigm-political-existential, that develops along the work.

El conflicto es uno de los principales temas de las Ciencias humanas y Sociales. Todos los fenómenos asociados al ámbito de lo social pasan por la analítica del conflicto de una u otro manera: como emergen, operan y se transforman.

La importancia del conflicto está en su potencial desestabilizador o transformador que tiene. El conflicto es siempre una posibilidad en las relaciones sociales de cotidianeidad y en las relaciones permanentes sobre las que podemos definir acciones, proyectos o trayectorias. El conflicto es inevitable y constructivo, pero no siempre es bien recibido o deseado.

No hay un único tipo de conflicto como nos decía Marx cuando hablaba del conflicto de clases (visión macro sociológica), sino que también hay otros tipos de conflictos que a menudo se solapan y/o se superponen (micro sociología) conflictos que están vinculados a las relaciones sociales desde el mundo de la vida cotidiana.

El conflicto y el cambio se influyen mutuamente, pero en Ciencias Sociales sabemos mucho más, sobre como el cambio social genera conflictos nuevos, que no tanto como el impacto de los conflictos generan transformaciones sociales, entienden el conflicto como una oportunidad de cambio y/o transformación.

El conflicto en nuestra cultura se presenta a menudo como contraposición del orden y por lo tanto se asocia al desorden o incluso al caos. A menudo se nos presenta la imagen de orden vinculada a una imagen idílica de comunidad, imagen al fin, y como gracias al orden, los miembros que integran la comunidad pueden articular proyectos personales y colectivos. El conflicto se presenta como resultado o consecuencia de que el orden se rompe en cualquier comunidad o relación posible.

Siguiendo mucho la idea funcional (funcionalista) de que las comunidades o la sociedad debe funcionar adecuadamente siguiendo un orden establecido. Este orden será presentado como el estado natural de la comunidad o de las relaciones y que por lo tanto se debe promover o reproducir.

Las situaciones de crisis que emergen de la manifestación de los conflictos a menudo se interpretan como una desviación del equilibrio y del orden esperado. En este sentido hace falta recordar la idea de que cualquier cosa que aparece como disconforme con el sistema puede ser definida como situación que pone en riesgo la estabilidad del propio sistema y del orden vigente (patologías, desviación, delitos, marginación, exclusión, etc.) Por lo tanto, la ciencia social ha tendido mayoritariamente a presentar “el orden” como el conjunto de procesos que estructuran y hacen estable una comunidad humana. El “desorden” como los procesos que desestructuran, que introducen inestabilidad sistémica y eventualmente producen nuevas estructuras y estabilidad, como situaciones antinómicas; esto quiere decir que, o existe un estado o existe el otro.

Desde el Postgrado de Mediación Comunitaria de la Universidad de Barcelona, partimos de una noción alternativa que nos lleva a considerar que en cualquier comunidad humana y momento del tiempo conviven tendencias encontradas al orden y al desorden que no son separables. Los conceptos de orden y desorden, tal y como nos propone Salvador Aguilar, no se han de entender como criterios de normalidad versus anormalidad, sino como metáforas que nos dan cuenta de los procesos de estructuración y de cambio que afectan de forma simultánea una comunidad humana de gran dimensión. Así, los procesos de estructuración y de cambio actúan como catalizadores del orden y del desorden, como una sucesión de acontecimientos constructores y explicativos de uno u otro proceso.

Lo que importa es comprender la relación entre el proceso de estructuración de un determinado orden que tiene un impacto y una extensión en el ámbito global. Y ver como este orden que denominamos macrosocial está incidiendo en los procesos de cambio también en la esfera microsocial (global-local)

Esto nos permite ver como las transformaciones asociadas a la globalización comportan unas consecuencias que influyen, condicionan e incluso determinan las normas del juego de la vida de las personas, las colectividades y los pueblos. Este proceso de globalización contemporánea sustentado por el modelo neoliberal que engendra: la globalización de la pobreza, exclusión, mayores desigualdades sociales, expresiones de racismo, desempleo, cambios de identidad, cambios de operatorias familiares, rupturas de redes de solidaridad, incremento de relacionas clientelares; en definitiva, violencias diversas.

La creatividad social lo debemos situar justamente en esta relación y/o intersección entre el orden y los desordenes, como estrategias que se despliegan personal y colectivamente para poder oponerse, subvertir y revertir estas influencias y condicionantes que por parte de algunos sectores sociales se pueden incluso vivir con un cierto determinismo o fatalidad (diferentes formas de precariedad sociovital).

La creatividad social plantea una visión más compleja. Se parte de la relación del individuo en cuanto que actor social en relación con los grupos y redes sociales y con la sociedad y el sistema mundo en el cual está inmerso. La creatividad social no se entiende sólo como un valor supremo de la humanidad vinculada a situaciones extraordinarias o geniales, o como una exigencia ética moral, que nos debe permitir solucionar situaciones sociales que pueden derivar a problemáticas, sino como una manifestación vital de nuestra existencia, vinculada a construir formas y estilos de vivir creativos. La creatividad social emerge y se despliega desde la vida cotidiana.

La creatividad social al igual que la mediación comunitaria entendidas como un constructo en construcción se sustentan en un nuevo paradigma ético-político-existencial. Es en este sentido, que el estadio actual del capitalismo que se identifica como globalización del sistema mundo provoca una extensión de los riesgos, de los peligros, de la incertidumbre, del miedo, siguiendo la teoría de Ulrich Beck. Es así, como el espacio urbano acontece el escenario donde se pueden observar las manifestaciones y consecuencias de lo que Bauman denomina la "jungla global" en contraposición a la idea "de aldea global".

La creatividad social se inscribe al igual que la mediación en un tercer sistema de valores que emergen en contraposición a los valores que se defienden, se sustentan y se despliegan desde el sistema mundo capitalista. Este tercer sector y que se construya como tercer sistema de valores civilizatorios que no estén en relación a los valores dominantes ni con las lógicas de mercado actuales. En contraposición al sistema de valores que imperan en la sociedad capitalista, emergen los valores alternativos que configuran este tercer sistema de valores civilizatorios en relación al paradigma ético-político-existencial.

La creatividad social y la mediación comunitaria nos remiten a la innovación, a la originalidad, al descubrimiento, a la capacidad de inventiva, a la flexibilidad, a la gestión de la incertidumbre, a la espontaneidad en conjunción con los distintos espacios de la vida. O quizás desde una lógica de desborde, podríamos incluso hablar de la genialidad de la vida cotidiana. Entender que esta energía o potencial creador y mediador puede estar al alcance de todos y además puede ser activada en cualquier situación vital y/o contexto relacional.

Nuestra reflexión y propuesta estaría orientada en la búsqueda de alternativas y procesos que nos permitan dar un salto y poder transformar aquellas situaciones cotidianas y relacionales que vivimos de forma problemática e incluso de forma conflictiva. Pero no se trata tanto de buscar estrategias puntuales de abordaje y de resolución de los conflictos personales y/o colectivos, como meras herramientas y/o saberes que implementamos y activamos desde una lógica de lo que podríamos llamar la nueva ingeniería social. Queremos tomar distancia de esta cultura tecnológica que abunda en las ciencias humanas y sociales que nos habla de las bondades de la creatividad, de la innovación, o también de la mediación, cómo si de pócimas mágicas se tratara. De la misma forma que tampoco compartimos la posición de aquellos que sitúan al mediador como agente experto en el uso de técnicas de resolución de todo tipo de conflictos.


Entender la mediación como la cultura del diálogo y de la paz que se inscribe en este nuevo paradigma. A partir de aquí no nos centraremos tanto en la mediación como técnica que permite la resolución o gestión de los conflictos, como entender la mediación como procesos que podemos impulsar y acompañar para poder trasformar aquellas situaciones sociales que se identifican como conflictivas.


Por lo tanto, la creatividad social aquí estaría también relacionada con la capacidad de inventiva del mediador de usar un tipo de técnicas u otras en un momento dado en relación a este tipo de procesos que deben permitir la transformación de los conflictos. Entendidas las técnicas como la caja de herramientas y de recursos que tiene el mediador (natural o profesional) que puede usar en diferentes momentos en función de las situaciones concretas.

Ello nos invita a tener que de-construir la idea de concebir la mediación como una simple técnica y el proceso de mediación como la simple aplicación de diferentes ingredientes como si se tratara de una receta (para tal situación, usar este tipo de técnica o otra) para poder llegar a conseguir un determinado resultado, una determinada receta.


Desde esta mirada cuando hablamos de mediación comunitaria, nos estaríamos refiriendo a lo que podríamos llamar estrategias de cultura de mediación, esto es la formación de una cultura política ciudadana como procesos mediadores que hay que singularizarlos.


Y para ello es importante desde una posición mediadora, la necesidad de un tiempo común (tiempo perdido por lo general). Tiempo común, entendido como disponibilidad de unos para otros, es la búsqueda de una experiencia común.


Tengamos en cuenta que la vida en común es un constante intercambio de voces y de expresiones – y de silencios, también- que constituyen en definitiva la experiencia lingüística de una comunidad y el criterio último de lo que es significativo.


El sujeto, al comunicar, es portador de una experiencia personal; pero también lo es sin saberlo, de una experiencia colectiva e histórica.
El problema aparece, cuando en la búsqueda de ese tiempo y espacio común, topamos con la rutina.


La rutina al igual que la burocracia se mueve pesadamente, entre las cosas que “hay que hacer” o lo que “hay que esperar”, conforme a normas y hábitos prefijados y a leyes naturales consabidas.
Sin embargo, la vida se las arregla tenazmente para transgredir los límites que se impone. Así, el rodar cotidiano es, en su dimensión más honda, reiterada trasgresión de aquella rutina que él mismo segrega.
La rutina echa mano a un lenguaje que confirma y afianza su consabido modo de ser.

De partida, la rutina excluye celosamente de sí al lenguaje poético.

Su estilo es la prosa, el género prosaico. Esto se comprende. Pues con tal exclusión se asegura que la palabra no transgreda el orden de las cosas, no albergue sorpresas incontrolables que impliquen cambios de dirección; se asegura, de que vaya recta a las cosas: de los labios a la obra, a la máquina que hay que mover, al botón que hay que apretar, a la dirección que hay que tomar.


Esta forma de comunicarnos podríamos llamarlo lenguaje informativo. Destinado a convertirse a través de la respuesta adecuada del receptor, en resultado previsto, más que mostrar, más que decir, desata una operación y así se encadena como engranaje preciso y transparente al mecanismo del quehacer cotidiano. Es el lenguaje propio del trabajo del tiempo ferial y, por tanto, está regido exclusivamente por el principio de eficacia.

Digamos para resumir este punto, que la información es un modo de intercambio lingüístico, con uso preferencial en un determinado territorio
de nuestra topología –en el trabajo- y con un uso complementario en el domicilio y en la calle.

Pero cuando este tipo de comunicación informativa, habitual y rutinaria, se vuelve seriamente entrabada en su decurso, es cuando el diálogo llega a hacerse indispensable.

Ya que representa un modo de enfrentar en común, problemas que emergen en medio de las dificultades de la vida, un ¡alto! en el quehacer rutinario, con intención de volver a él, pero de otra manera. Un alto en el modus vivendi, en el curso rutinario de las cosas. Trasgresión a su modo irreflexivo de ser.

En nuestro tiempo, la exasperación de los conflictos de la rutina social, la imposibilidad y, de todos modos, la inconveniencia de resolverlos impositivamente; por último, la concepción misma de la democracia como una “comunicación infinita”, todo esto ha devuelto al diálogo socrático el prestigio de mediador obligado entre subjetividades e intereses a primera vista irreductibles.

Sin embargo, no siempre la buena disposición al diálogo intuye las dificultades teóricas y prácticas que éste implica: menos aún, la amenaza mortal que entraña para la rutina de quienes intervienen honradamente en él.

El diálogo es un drama que se prepara, que se convoca, que finalmente se entabla, en medio de una rutina suspendida, y a causa de puntos de vista o intereses que se van explicitando, y van poniendo en tensión a las llamadas “partes del conflicto”, es decir, a los personajes del drama.

Decíamos que el desenlace de este drama bien puede quebrantar la rutina y sus normas, en un sentido mucho más pleno y definitivo. Y esto es lo que vamos a examinar a continuación:

Desde que el hombre aceptó en su alma convivir con otros seres humanos, desde entonces, ya no puede disputarles directamente las cosas. Desde entonces lo que disputa con ellos es el derecho a poseerlas.

Así, cuando se entabla un diálogo sobre cualquier argumento, el conflicto tiene que transformarse por fuerza y sin excusas en un conflicto de ideas. Y suspender la norma, y la normalidad para replantearse la actualidad de un derecho, constituye uno de los más violentos remezones a esa rutina que cuenta siempre con las cosas, que es posesiva, por naturaleza.

Ahora bien para llegar al diálogo hay que quererlo. Esto significa por lo menos, dos cosas sustanciales:


• En primer término, reconceder la existencia del conflicto; reconocer que, hay aquí un problema.
• En segundo término, querer alcanzar una solución que convenza, o si esto no es posible de ninguna manera, que convenga a las partes.
Pero si lo que está en juego, en última instancia, son ideas, son principios; si lo que se busca es una experiencia común, entonces, la finalidad última del diálogo no es otra que el convencimiento. Su modo ideal de vencer. Y He aquí su gran dificultad.


Por otro lado, decir también, que a la degradación del diálogo se le llama “discusión” o “polémica”. La discusión no se prepara, no se convoca: ocurre simplemente, en el cruce ontológico de dos individualidades.
A la discusión se llega con la “Verdad”, con el sentimiento irrenunciable de tenerla y con la voluntad de retenerla a toda costa. En estas condiciones, el otro es más que un opositor. A la discusión se va a ganar.


Vemos entonces, que discutir, dialogar, son modos de transgredir el lenguaje informativo por el que camina la rutina, a su vez modos de expresar transgresiones, conflictos en el plano de convivencia. Pero y que ocurre con la conversación?
¿Es que no es, sino una mezcla caótica de todos los otros modos, desde la información hasta la disputa? ¿O supone, como lo pensamos, una disposición de ánimo?
Contestar esto último nos lleva a evocar uno de los momentos más dramáticos y decisivos de la historia de occidente: la agresiva instalación del diálogo socrático en medio de la vida ateniense; y a plantear la repetición a nivel cotidiano de una vieja pugna en el corazón de la humanidad.

Como con saña lo supuso Nietzche, tal vez en algo muy importante tuvo razón Atenas contra Sócrates. En este punto: Sócrates arremetió sin piedad contra un hecho cotidiano, espontáneo e inocente, cálido y placentero, semillero irremplazable además de la experiencia común de un grupo humano o de una ciudad: arremetió contra la institución venerable de la conversación.

Y pretendía convertirla en algo rígidamente encauzado hacia la obtención “allí mismo” de verdades eternas; allí mismo, donde los parroquianos sólo deseaban intercambiar experiencias y hacer de este intercambio un espectáculo placentero para ellos mismos.

Ha quedado pendiente en la historia de la filosofía el resultado de esta disyuntiva: saber a ciencia cierta, si aquella sustitución forzada favorecería, en última instancia, la pesca de la verdad, oficio al que Sócrates dedicara su existencia.

De todos modos no corresponde a nuestro actual cometido seguir las vicisitudes históricas de esta contraposición. Conformémonos con examinar ahora la enemistad que se origina entre sus eventuales descendientes: el diálogo y la conversación.

Para ello se nos hace necesario plantear la cuestión de la narración. La narración entre tantas funciones que asume en la vida teórica y práctica, es principalmente un método ancho y común para acceder a la realidad de algo.

Un camino que en vez de subsumir el presente desconocido bajo una ley conocida, como hacen las ciencias, en general, cuenta, como tal cosa determinada ha llegado a ser lo que es, a través de una historia también determinada.

Empecemos destacando un hecho curioso: “contar” significa en castellano tanto “narrar” como “numerar”; y ambos sentidos se corresponden con la disposición anímica dominante en la conversación.

En efecto, se cuentan, se narran, hechos propios o ajenos; y se cuentan, en primerísimo lugar, para hacer comprensible una existencia (especialmente la nuestra), o una situación ante los otros. Y he aquí la correspondencia: sólo a través de un tiempo vivido como narrable (digno de ser narrado), sólo a través de un tiempo esencialmente cualitativo, es que vamos contando, numerando, en la memoria esta vida que nos pasa. Sólo de este modo contamos el tiempo existencial.


Se narra lo que pasa, y justamente por pasar no queda, salvo en la palabra que lo narra, salvo en la palabra del narrador que lo devuelve a la realidad. Pero, si esto es así: si se narra lo que no puede volver a la existencia sino en virtud de la palabra, entonces,, la narración es algo insustituible en el conocimiento de las cosas que pasan; a lo menos de las cosas que no vuelven a pasar nunca de la misma manera.


Salvo que imaginemos que nada nuevo ocurre bajo el Sol, que todo lo que pasa se pueda subsumir sin residuos bajo una misma fórmula abstracta y general; que todo sea susceptible de ser explicado en una ecuación lineal, sin desniveles e tiempo. Parece que la comprensión de las cosas, al menos de las cosas humanas, exige más: parece que cuando uno se pregunta seriamente, por ejemplo, por qué tal persona hizo tal cosa determinada, sonaría a chanza que se nos respondiera, trayendo a colación una ley de validez universal del proceder humano y no señalándonos las razones personales y libremente evaluadas que tal persona tuvo para actuar así y no de otro modo.

En tal caso, pese a la importancia infranqueable del marco general, es la narración de los hechos y la interpretación de las intenciones lo que importa.

Así la narración es narración de algo que adviene, o más bien, que irrumpe por caminos no transitados, desde el no ser, para instalarse en medio de lo que pasa tranquilamente todos los días.

Así, con la narración se quiebra el círculo de hierro de lo idéntico, que explica lo mismo por lo mismo; y se quiebra también la rutina que solo sabe seguir adelante por un mismo camino, que no lleva a parte alguna.

No obstante, como ya habíamos adelantado, este modo de ser con los otros, es también una trasgresión a la rutina en que dejamos correr la vida.
Evidentemente en la rutina del trabajo, conversar es una trasgresión. Y explícitamente (en muchos casos) sancionada.

También en los trámites laborales representa un elemento distractivo y reprobado por las normas de eficiencia y economía. En todo caso llega a aceptarse como parte de la rutina y del trámite mismo, en el manejo de las relaciones públicas, y en aquellos encuentros de conveniencia que abren contactos y ablandan voluntades.


Por lo que respecta a la calle: el detenerse a conversar en la vía pública, visto en sí mismo, es un acto de des-vío, una trasgresión al sentido de “tránsito” y a la condición de transeúntes que asumimos en él.

La condición de transeúnte, termina, sin embargo cada día en el domicilio. El domicilio representa simbólicamente, la suspensión de la mundanidad del mundo, la suspensión de la cotidianidad como rutina y trámite. Y si además este domicilio resulta ser la conversión de los afines, tendría que ser, por lo mismo, el conversatorio, por excelencia.

Y aquí déjennos señalar un hecho para nosotras curioso: hasta el siglo

XVIII conversar significaba “habitar”, “vivir en algún lugar”.

Establecido su lugar más propio, examinemos ahora algo tan importante como su principio rector: a la conversación la rige sin contrapeso un principio hedonístico simplemente el placer de conversar.


Ahora nuestro problema consiste en determinar qué es lo que alimenta dicho placer; que es lo que hay en la conversación de humanamente placentero. He aquí el quid de la cuestión:
A nuestro entender tal placer, deriva de una cosa simple: “conversar es acoger”, es un modo de hospitalidad humana. Y para la cual deben crearse las condiciones tanto de un tiempo libre (disponible) como de un espacio “aquietado”, al margen del trajín, donde la creatividad social se hace necesaria.


Como la plaza lo es espacialmente, la conversación representa un tiempo, en el que las subjetividades exponen sus respectivas experiencias, acogiendo y siendo acogidas en un espectáculo que allí mismo se hace y se deshace graciosamente; representa un tiempo absolutamente cualitativo, un tiempo que no transcurre, o que “ha transcurrido” sólo cuando nos salimos de la magia de su presente.
Para que este placer sea pleno, la conversación ha renunciado desde siempre a las exigencias y propósitos del diálogo.
En contraste con la estricta delimitación de éste, en contraste con su avanzar sistemático y coherente, la conversación es esencialmente abierta, creativa. No se programa. No se le asignan puntos de partida o de llegada.
Gratuita en su origen, inconcluyente en su término, la conversación es, como la calle, el paradigma de lo abierto, de lo imprevisible.

Alguien fruncirá el ceño: placentera, abierta, descomprometida de “la verdad”, más encima, inconducente, por naturaleza, ¿no es esta conversación un entretenimiento bastante arbitrario, algo insignificante que no cuadra con la nobleza y la seriedad de la mediación?

Para mostrar lo contrario nos remitiremos a señalar lo siguiente:

Notemos, en primer lugar, que el estado de subjetivismo que tiñe a la charla no significa, por ejemplo, como en el caso de la discusión, un propósito ciego, irracional, de imponer nuestras propias perspectivas. Nada de eso.

En la conversación, al exhibir y proponer ante otros, nuestra propia experiencia de vida, nuestras apreciaciones, nuestros juicios, nuestros conflictos…, cada uno de nosotros, es decir, cada narrador, objetiva esa interioridad mediatizada día a día por la herramienta, o mantenida a raya por las diversas formas de evasión cotidiana. En cierto sentido, se hace más objetivo ante sí mismo. Se acoge a sí: esa es la palabra!.
De tal manera que en la conversación, el narrador no sólo rescata, como en la historia, lo otro que es digno de ser salvado de la irreversibilidad del tiempo; su rescate es un acto de restauración, de (re identificación) de sí mismo. Un acto liberador.


No se trata, entonces, de un hecho entre otros hechos, o de una inauténtica libertad de decir cualquier cosa, cercana a la arbitrariedad pura.
Anuncia, por último, la condición previa a cualquier acto de libertad efectiva; una cierta disposición de ánimo: la disponibilidad de sí.

Y ya para resumir, para nosotros el gran reto de una comunidad humana mediadora, es el de convertirse en un lugar que “acoge”. Deberíamos retomar el antiguo significado del siglo XVIII del vocablo “conversar”, y habitar, interaccionar con el otro, intercambiando sueños, miedos, dudas, certezas. Donde?...en la plaza, en la calle, en el bar.

En definitiva una comunidad mediadora, debería considerar el compartir un tiempo y un espacio común.

Bibliografia


AGUILAR, S. (2001) Ordre i desorde. Manual d'estructura i canvi de les societats (1), Barcelona: Ed. Hacer.
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Habermas, J. (2003) La ética del discurso y la cuestión de la verdad. Barcelona: Paidós.




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